
Si hay una película que haya causado genuino asco en el momento de su estreno, esa es sin duda La noche de los muertos vivientes (1968), el debut cinematográfico de uno de esos "míticos" directores de género, el genial George Romero. La película, un auténtico sueño hecho cine, fue realizada con las uñas en la localidad de Pittsburg, filmada en blanco y negro, no por razones estéticas ni artísticas, sino simplemente por burdos motivos de presupuesto, con un guión que explotaba el morbo de los espectadores y una ferocidad inusitada que no buscaba justificarse en ningún momento. Es el terror en estado puro, el miedo que proporciona aquello que no entendemos, aquello que no podemos vencer porque ni siquiera es posible determinar sus orígenes, sus intenciones o su auténtica naturaleza.

Decir que existían películas de zombis anteriores a esta es, al mismo tiempo, cierto y falso. Hasta la fecha, la inserción de cadáveres re–animados se había utlizado en el cine, destacando especialmente White Zombie (1932), la película de Victor Halperin con Bela Lugosi, la ya clásica I walked with a zombie (1943) de Jacques Tourneur, o la involvidable Plan 9 From Outer Space (1959) de Ed Wood. Pero todas estas películas, si bien contaban con los muertos vivientes entre sus filas, lo hacían incorporándolos a una tradición narrativa que provenía, en algunos casos, de un estilo ya anquilosado de hacer cine. En otras instancias, se intentaba hacer referencias cultas a cierto exotismo afro–caribeño, algo que muchos años después llevaría Wes Craven hasta el límite con su casi documental película La serpiente y el arcoiris (1988).
Nada de eso hay en La noche de los muertos vivientes. Los cadáveres ambulantes de George Romero simplemente aparecen desde el principio de la película y nunca son explicados. De todas maneras, pronto está muy claro que eso es lo de menos, porque si algo intenta la cinta no es mostrar la épica lucha entre dos razas (los vivos y los no–muertos) sino los intentos desesperados de sobrevivir que acomete un grupo de personas forzadas a colaborar en una situación desfavorable. ¿Conclusión? Ese grupo de humanos atrapado en la cabaña asediada por los muertos vivientes puede ser tan salvaje e inhumana como la horda de cadáveres caníbales que se agolpa (cada vez en mayor número) a su puerta. A medida que transcurre la película, los finos lazos que los unen (basados sobre todo en una concepción egoísta de la supervivencia del más apto) se debilitan cada vez más, y para cuando llega el impresionante clímax de la historia, nos enfrentamos al que es quizá el mayor horror de la civilización occidental: la caída del sistema, el Caos absoluto.

Porque lo que más horroriza del zombi es precisamente el hecho de que es uno de los nuestros, irreconocible tras la muerte, desposeído por completo de memoria, afectos o intenciones, guiado solamente por la más elemental de las necesidades: el hambre. George Romero lo explotaría cabalmente en sus dos secuelas posteriores: El amanecer de los muertos (1979) y El día de los muertos (1985), con una tercera secuela estrenada este mismo año. Imitada y parodiada hasta la saciedad, ésta su primera película continúa siendo una referencia ineludible del horror en su estado puro, pero que además (y gracias a esa increíble secuencia final) nos deja con un terrible sabor de boca: lo que nos espera al otro lado de la descomposición de nuestro supuestamente seguro e inalterable orden es el infierno sobre la tierra, la depredación del hombre contra el hombre, el Fin.

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